Es patético observar la actuación, más bien la no actuación, de la oposición frente al caso de la Casa Blanca de Angélica Rivera, esposa del presidente Peña. Su silencio denota el nivel de complicidad que han alcanzado los partidos en México. Parecería que aquí ya no hay oposición sino un pacto de “tapaos los unos a los otros”, como genialmente ha descrito nuestra colega editorialista de Excélsior, María Amparo Casar. Es una vergüenza que genera tristeza para aquellos que creíamos en la existencia de una democracia funcional en el país.
Un régimen democrático presidencialista de división de poderes descansa en la idea de pesos y contrapesos de tal suerte que los políticos se vigilen los unos a los otros. Bien decía James Madison, uno de los padres fundadores de la exitosa República estadunidense, que “si los hombres fueran ángeles, no sería necesario ningún gobierno. Si los ángeles gobernaran a los hombres, ni los controles externos ni los internos en el gobierno serían necesarios. En el diseño de un gobierno que va a ser administrado por hombres sobre hombres, la gran dificultad estriba en esto: en primer lugar debe permitirse al gobierno controlar a los gobernados; y en segundo lugar hay que obligarlo a controlarse a sí mismo”.
¿Cómo evitar el abuso de hombres que no son ángeles? ¿Cómo lograr que haya un autocontrol gubernamental? Madison lo tenía muy claro: “para contrarrestar la ambición hay que crear ambición”. Frase memorable que sustenta el régimen de división de poderes. Al diseñar un sistema democrático el objetivo es “dividir y organizar las varias instituciones de una manera en la que cada una pueda checar a la otra –que el interés privado de cada individuo pueda ser el centinela de los derechos públicos”.
Si existe la sospecha de que el Ejecutivo abusó de su poder, el Legislativo debe intervenir. Para ello cuenta con facultades de investigación, fiscalización y sanción. El sistema funciona precisamente por la ambición que tienen los políticos del Congreso de desbancar a los políticos de la administración.
En esta lógica resulta fundamental la presencia de verdaderos partidos opositores en el Legislativo. Recordemos que en las épocas autoritarias de México sí había división de poderes en el papel. No así en la realidad. El Legislativo ni vigilaba ni castigaba al Ejecutivo y viceversa. ¿Por qué? Muy sencillo: porque el PRI controlaba todo: no había oposición. La democratización comenzó con una mayor presencia opositora en el Congreso que eventualmente derivó en la alternancia en el Ejecutivo.
En 2012, el PRI recuperó la Presidencia. La oposición, no obstante, mantuvo una fuerte presencia en el Congreso. Tiene, de hecho, la mayoría en el Senado. Uno esperaría que la fuerza opositora en el Legislativo vigilara y sancionara los posibles abusos del Ejecutivo. O por lo menos que los investigara para demostrar que la democracia está funcionando. Desgraciadamente, no ha sido el caso: ni el PAN ni el PRD, los dos principales partidos opositores, han reaccionado frente al caso de las propiedades de Angélica Rivera.
Menuda diferencia a lo ocurrido en 2005 cuando apareció información de que los hijos de la entonces Primera Dama, Marta Sahagún, habían ejercido influencia para otorgar contratos gubernamentales a ciertos empresarios. La Cámara de Diputados formó una comisión especial para investigar el tema. Ciertamente no produjeron muchos resultados que digamos pero por lo menos se armó cierto revuelo. Lo increíble es que ahora, con el posible conflicto de interés de una residencia comprada y financiada por uno de los contratistas favoritos del gobierno de Peña, el Congreso no diga ni pío.
Carlos Puig especula que el estruendoso silencio podría deberse a la larga cola que tienen los opositores y que el gobierno del PRI podría pisar. No lo dudo: la democracia mexicana ha tenido como consecuencia la ampliación de la corrupción a todos los partidos. Y como nadie se salva, ya no existen contrapesos. De esta manera, la democracia ha dejado de funcionar. Qué tristeza.
Twitter: @leozuckermann
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